LA CONFESIÓN

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Había quedado con Andy en su habitación, él quiso que nos viéramos en la cafetería de la universidad, pero insistí en vernos en su residencia. — Tengo que hablar contigo — le había dicho.

—¿Pasa algo?

Una pregunta curiosa. Siempre pasa algo. ¿Cuándo puede no pasar algo? Aunque quisieras que no pasara nada, siempre pasa algo. No nos engañemos, ese “tenemos que hablar” y sus variantes suelen ser el preludio de algo más, algo relevante, algo que no se puede dejar pasar, y ese era el caso, aunque no quería asustarle. —No, nada. Prefiero pasarme por tu cuarto si no te importa… —Así que quedamos en la habitación de Andy, como tantas otras tardes, mañanas y noches, como cuando mi habitación estaba pasillo abajo de la suya. Pero yo ya no vivía en el colegio mayor, y no nos habíamos visto desde antes del verano. Habíamos hablado casi a diario, sin embargo, y yo había pasado una semana en San Sebastián con su familia al terminar el curso, tras conducir siete horas para llevarle a casa.  Sus padres son majos, algo mayores, pero gente relajada, simpática, igual que sus dos hermanos, también mayores, uno de ellos ya casado, todos encantadores, algo sobre protectores, pero majos. Estaban agradecidos de que hubiese traído a Andy a casa, de que me hubiese ocupado tanto de él en su primer curso en la universidad, en su primer año lejos de casa… —No ha sido nada, en serio, ha sido genial venir…

—Nos alegra tanto saber que ha encontrado un amigo tan bueno en Zaragoza…

      Tenemos que hablar.

Al entrar en el colegio mayor pasé junto al piano negro de semicola que decoraba el hall de entrada, el mismo junto al que había conocido a Andy hace exactamente un año. Un chico rubio, de pelo desorganizado estaba sentado tocando, improvisando unas escalas de jazz, me quedé un rato detrás de él escuchando, era inusual, casi nadie se sentaba a tocar el viejo piano, que tenía el mi y el sol de la penúltima escala algo fuera de tono. Y ¿jazz? Eso si que era una novedad. Me animé, y me puse a tocar con él, en las escalas de arriba, siguiéndole con una sola mano, de pie detrás de él. Por un instante pareció sobresaltarse y se detuvo, a penas un par de segundos, pero luego siguió tocando, de forma más repetitiva, dejándome espacio para jugar. Después de un rato, me dirigí a las escalas bajas, y usurpé su lugar con un nuevo compás, sentándome a su lado en la butaca del piano. El chico rubio me dejó sitio y empezó a jugar en las escalas latas, buscando los huecos que le dejaba mi melodía. No tardamos en crear un diálogo entre notas que subían y bajaban por el piano, yo preguntando en las escalas medias, el contestando en las escalas agudas. Lo estaba pasando en grande, y podría haberme pasado el resto de la tarde allí tocando, pero había que terminar, antes de que mi pareja musical se cansara, o antes de que el resto de habitantes del edificio protestara. Y clavamos el final, sin necesidad de decirnos nada, o mirarnos siquiera, en ese entendimiento que se alcanza cuando dos músicos conectan y se coordinan a la perfección sin necesidad de artificios.

—¡Joder, eso ha molado! hacía mucho que no lo pasaba tan bien tocando —exclamé en cuanto dejamos escapar la última nota. —Tocas bien, tío

—Tú sí que tocas bien… casi no podía seguirte.

—Eso es porque me obligaban a tocar tres horas al día de pequeño… Israel — me presenté.

—Andrés, aunque todos me llaman Andy.

Y entonces el rubio me miró sin mirarme, como quien mira con otra parte del cuerpo, mirando con el oído o la frente, y su cabeza hacía un ligero movimiento que parecía buscar el sonido de mis palabras, más que mi imagen, haciendo una mueca poco sociable al igual que el gesto en sus labios, y sus ojos claros, casi transparentes, parecían desorganizados como su pelo —¡Ostia, eres ciego!

—Si, ya me he dado cuenta.

Y no pude evitar reírme—¿No se supone que los ciegos sois unos músicos de la ostia?

—¿Tan mal lo he hecho?

—Para nada, ha estado guay.

—Y eso que a mí no me obligaban a practicar tres horas al día…

Y seguimos así el resto de la tarde, bromeando y riendo. Yo nunca había conocido a un ciego. Lo confieso, al principio lo que me atrajo fue la curiosidad, me divertía tener un amigo ciego, era casi como una mascota. Yo estaba empezando mi segundo curso universitario, así que ya conocía bien el campus, podía prever los problemas que le surgirían el primer año, conocía a mucha gente y sabía dónde se comía más barato, donde se juntaba la gente que más molaba y donde se organizaban las mejores fiestas. Tenía mucho que ofrecerle a Andy, y él a cambio, satisfacía mi curiosidad. Fue durante esos primeros meses cuando me contó por qué había decidido irse lejos de casa, lejos de una familia sobre protectora que se preocupaba demasiado, de una vida en exceso controlada y organizada. Él mismo había hecho la matricula en la Universidad de Zaragoza, había hecho la reserva de su habitación, y finalmente a sus padres no les quedó más remedio que ceder y dejar que el niño atrofiado volara del nido y se independizara. Y fue en esos primeros meses cuando Andy me confesó el verdadero motivo de su huida…

—¡Tengo que echar un polvo!

Estábamos como tantas otras noches colocados y algo ebrios en su habitación, pues esa es otra de las cosas que no tardé en enseñarle, a fumar porros y beber hasta caer rodando. No nos cansábamos de reír de la misma broma cada vez —¡Tío!¡ qué ciego llevo! — nos desternillábamos de risa cada vez que cualquiera de los dos hacía variaciones sobre el chiste de estar ciegos por beber. Y fue en una de esas noches de risa fácil cuando surgió el tema de las mujeres.

—Es imposible que me ligue a una tía si tengo a mi familia supervisando todo lo que hago veinticuatro horas al día. Me voy a dislocar la muñeca de tanto pajearme.

Así que, entre horas de estudio, tardes al piano y juergas nocturnas, nuestro objetivo principal era conseguir que Andy perdiera la virginidad. Lo que no resultó ser una tarea fácil. A las chicas les caía bien Andy, pero de ahí a querer salir con él… sobre todo porque Andy tampoco era muy hábil con las estrategias sociales, en cuanto conocía una chica que le caí bien, la invitaba a salir, resultaba demasiado ansioso. —No te precipites, tienes que crear un poco más de misterio…

—Y eso ¿cómo se hace?

Y las que si estaban dispuestas a salir con él eran del tipo monjil, chicas piadosas y de buen corazón que, por supuesto, esperaban perder la virginidad en el matrimonio. Tras un par de citas completamente decepcionantes, empezaba a volverse loco.

—Lo que pasa es que las asusto —explicaba —creen que van a tener que ocuparse de mí, y a las chicas buscan a alguien que cuide de ellas. Pero yo sé cuidar de mí mismo, no necesito que me supervisen.

—Claro, por eso siempre llevas los calcetines al revés.

—¿Qué dices? No llevo los calcetines al revés.

—Vale, si tú lo dices.

—Los calcetines son iguales, da igual como te los pongas.

—¿Eso es lo que te han contado?

—No me jodas. ¿Qué le pasa a mis calcetines?

—No es grave, pero llevas el calcetín derecho en el pie izquierdo.

—Eso no existe… ¿Por qué nadie me lo ha dicho antes?

—No te preocupes, ya te enseño yo…—Vale, ya lo sé, es cruel, pero era en el tiempo en el que Andy aún era solo un pasatiempo, ahora no le haría eso… Mentira, sí que lo haría, es demasiado divertido. A veces me metía en su habitación sin que me escuchara, y me quedaba en silencio un rato hasta que en algún momento le quitaba algo de las manos o le movía un libro de sitio para confundirle. Al final siempre me descubría —¿Eres tú Isra? … Deja de hacer eso, tío, da muy mal rollo. —Me gustaba ese contraste entre su ingenuidad y su inteligencia, por un lado, sacaba mejores notas que la mayoría de sus compañeros a pesar de los obstáculos, por otro, era como un niño de once años al que hubiesen arrojado al mundo de golpe. Aunque puede que ya entonces no fuera solo un pasatiempo.

—Es por mis ojos ¿verdad? Los ciegos tenemos los ojos raros, se sincero ¿es por mis ojos?

—Bueno, parecen un poco desorientados.

—Joder, lo sabía… debería ponerme unas gafas de sol ¿verdad?

Sí, Andy tenía esa mirada extraviada de los ojos que pierden su musculatura por la falta de uso, pero tenía unos ojos de un gris claro, casi blanco, enmarcado por sus pestañas cobrizas, que te hacían pensar que podías mirarle directamente al alma. —Tienes unos ojos preciosos, no te los tapes.

     Joder, tenemos que hablar…

Pasado el hall de entrada, me dirigí hacia las escaleras de la que había sido mi residencia durante dos años, y no dejaba de encontrarme con gente a la que saludar por el camino. Puede que yo también intentar postergar el momento de nuestro reencuentro, pues sabía que no podía seguir ignorando esta conversación.

Fue también hablando de cualquier cosa cuando empezó todo, los dos a solas tirados en su cama compartiendo un porro y con un colocón de narices. Yo intentaba ver una película en el ordenador, Andy se aburría y se dedicaba a interrumpir. —¿Están follando?

—Sí, tío, cállate.

—Descríbelo… —y como pasaba de él, insistía —joder, nunca he visto como lo hacen… tienes que darme detalles, si no seguro que la fastidio — y una vez más se rallaba con el mismo tema como hacía cada vez que estaba colocado —Voy a morir virgen… — se lamentaba. —…solo quiero que alguien me toque alguna vez…

Entonces fue cuando la película dejó de importarme una mierda. —¿Sabes? No tienes por qué esperar a que sea con una chica… a veces, los colegas nos echamos una mano… literalmente.

Silencio.

—Mis hermanos no me han dicho nada de eso.

—Bueno, no es algo que se suela contar. Pero ocurre con mucha más frecuencia de que crees.

—¿En serio? —la confusión era un gesto curioso en Andy — ¿no te importa?

Era bueno que no pudiese verme, porque casi me hecho a reír cuando dijo eso —¡Nah! Para nada.

—Vale — y entonces se bajó los pantalones dejando escapar su polla larga que empezaba a endurecerse y a desafiar la gravedad, pues el pudor es otra de esas cosas que resultan absurdas para alguien que nunca ha visto su propia desnudez. —Joder, me he puesto cachondo y todo.

Me acomodé a su lado, disfrutando de la vista de su cuerpo semi desnudo y expuesto. Pasé mi mano por sus abdominales, el primer contacto con su piel provocó que se estremeciera levemente y se le erizara la piel. Mi mano bajó hasta rodear sus testículos, un gemido se le escapó y su respiración comenzó a acelerarse cuando empecé a acariciar su erección, estaba completamente duro, entregado a la sensación novedosa. Me moría por besarle, sus labios semi abiertos en un gesto de sorpresa contenido, su respiración entrecortada y sus ojos perdidos. Era mejor no hacerlo. Levanté su camiseta un poco más con mi mano libre, sin dejar de masturbarle, le di un pequeño beso sobre las costillas, y noté que temblaba ligeramente. Seguí acariciando su polla, de abajo arriba, el recorrido largo del tronco hasta la punta, mis dedos jugaron suavemente con su glande mientras sus brazos se tensaban estrujando la colcha de la cama y su respiración parecía atascarse acompasada con el movimiento de mi mano. Un gemido largo, agónico, anunció el orgasmo que tensó todos los músculos de su cuerpo justo en el momento en que su semen se desparramaba encloquecido sobre su piel. Yo permanecía a su lado observando como se apaciguaba su respiración poco a poco. —Joder —dijo —es mucho mejor cuando te lo hace alguien. —Me lo habría comido a besos allí mismo, pero no dije nada. —¿Te lo hago yo a ti ahora?

—La próxima vez —Y una risa tonta se le escapó ante la perspectiva de que volvería a ocurrir.

Y vamos si volvió a ocurrir, no una ni dos, sino prácticamente cada fin de semana. Las manos dieron paso a las bocas, y a algún juguete sexual. —Tampoco he besado nunca a una chica— confesó una noche, algo divertido, así que también nos besamos. Solo había una regla, una regla no escrita y que nunca acordamos, pero que se cumplía a rajatabla, el sexo solo ocurría a solas y estando borrachos, y por la mañana fingíamos que nada había ocurrido. Y yo me estaba volviendo loco.

            Tenemos que hablar.

—¿Ya no quieres que vivamos juntos? —Al fin había llegado a su habitación, y Andy me recibió con un gesto preocupado. —Está bien, si has cambiado de opinión, no pasa nada, no voy a enfadarme ni nada. —Yo estaba harto de la residencia de estudiantes, y había conseguido convencer a mis padres para que me alquilaran un piso. Habíamos hecho planes para compartir piso este curso, aunque su familia era bastante más reacia, sin embargo, Andy era consciente del sacrificio económico que suponía para sus padres pagar un colegio mayor y estaba decidido a abandonar la residencia.

—No es eso, claro que quiero, es solo que… no sé si deberíamos… —me senté a su lado en la cama, que hacía las veces de sillón en el pequeño cuarto estudiantil al que únicamente se añadía un escritorio y una repisa, y donde le había encontrado leyendo un libro en braile con los dedos a una velocidad que no dejaba de asombrarme. —Me he enamorado.

—¿Has conocido a alguien?

—No. Eres tú. —le dije pausadamente. —Me he enamorado de ti.

Y guardé silencio para observarle, su parpadeo nervioso, sus gestos intentando ocultar la tensión confusa, que aun así se escapaban en muecas descontroladas. Había algo hermoso en su falta de vanidad, esa carencia de pose, ese no saber atender a las reglas del postureo de alguien que jamás se ha mirado en un espejo. Esa falta de gracia social era justamente lo que le hacía especial.

Mi madre no lo entendía. —¿Por qué estás con ese chico?

—Me gusta

A mis padres les encanta tener un hijo gay. Madre periodista, padre senador, yo soy su tema de conversación favorito, más que nada porque les hago quedar bien por ser tan abiertos, tan modernos y tolerantes aceptando a su hijo y luchando por los derechos LGTBQI. De ser por ellos, me llevarían a todas sus reuniones de trabajo para demostrar lo buenos padres que son. Y lo cierto es que son muy buenos padres, nada de que quejarme. Lo que único que no toleran es el fracaso. —Me parece un gesto muy loable de tu parte, pero ¿no crees que es demasiada responsabilidad para ti?

—No lo hago por caridad, mamá, me gusta de verdad…

— Solo digo que no nos gustaría que te distraiga de tus estudios…

A mí nunca me faltó nada, tuve todas las oportunidades a la mano, mi vida había sido fácil, mucho más que la de Andy, por eso era importante no presionarle.

Todo parecía haber quedado suspendido en el aire en la habitación en la que los dos nos sentábamos aguardando.

—O sea, que a ti también te gusta más de la cuenta lo que hacemos —Al fin se atrevió a hablar.

—Pues sí. Me gusta demasiado.

—¿Significa eso que podemos besarnos sin estar borrachos? —Y lo dijo con una sonrisa que me invitaba. Así que me acerqué un poco más y nuestros labios se rozaron en un beso que apenas lo era. Y como no se echó atrás, me abrí paso entre sus labios con la punta de la lengua, despacio, sintiendo su aliento entrando en mi boca. No era la primera vez que nos besábamos, pero era la más real, la primera en la que no estábamos semi inconscientes o pasados de rosca. Y seguimos besándonos, sin prisa, en besos cortos, besos largos, hasta quedar los dos recostados sobre el colchón sin soltarnos las bocas. Y no podía creer que hubiera sido tan fácil después de haberme preocupado tanto.

—Si lo llego a saber… tendría que habértelo dicho mucho antes…

Y en algo me equivoqué entonces, pues de golpe Andy se puso tenso y se separó de mí. Volvía a parecer confundido, como si buscara algo en esa noche eterna en la que se sumía su mundo. —¿Tú ya lo sabías? —No me atrevía a contestar —¿Eres gay?

—Claro…

—¿Por qué no habías dicho nada?

—¿Qué más da? Lo que importa es lo que sentimos…

—¡Tendrías que habérmelo dicho! —y de golpe estaba cabreado, gritándome —No tenías derecho a hacerlo… me has mentido todo el tiempo… —Yo intentaba apaciguar su enfado, pero él estaba fuera de sí y no escuchaba —yo confiaba en ti, joder… ¡tú me has hecho esto…! ¡Aléjate de mí!

—Lo siento, Andy… tienes razón… lo siento…

—¡No! ¡Vete! ¡Déjame…!

—Andy… por favor…

—¡No me toques! ¡Fuera…!

—Está bien…

Abrí la puerta, y fingí marcharme, como había hecho otras veces para tomarle el pelo, y me quedé en silencio pegado a la pared, porque sabía que no podía dejarle solo. Ya se lo había dicho aquel verano a su hermano Pau.

—¿Qué os traéis entre manos tú y mi hermano? —me había preguntado, en cuanto tuvo ocasión de hablarme a solas.

—¿A qué te refieres?

—Está raro… nunca le había visto así… —No sabía como explicarlo, pero yo sabía a que se refería, aunque no sabía si debía contárselo. Andy se había acostumbrado a la cercanía y la complicidad que compartíamos, para alguien que carece del sentido de la vista, el contacto físico es muy importante. Nos habíamos acostumbrado a caminar de la mano cada mañana cuando le acompañaba hasta su facultad antes de ir a la mía, y cada tarde en la que nos juntábamos para comer, o nos esperábamos para volver juntos a la residencia. Él no era consciente de las miradas que provocaba, ni de lo asombrada que estaba su familia al ver la manera en la que se comportaba conmigo.

—Está enamorado —después de un rato de marear la perdiz se lo solté. Quizás porque yo me estaba volviendo loco y también necesitaba decirlo.

—¿De quién? —y le contesté con un gesto — ¡Venga ya! ¿por qué crees que se ha enamora de ti?

—Porque me lo ha dicho… lo que pasa es que me lo dice cuando está borracho, nos enrollamos y me dice que me quiere, y luego al día siguiente no se acuerda de nada.

Pau estaba completamente flipado, y no solo por el descubrimiento de nuestra relación —¿Has emborrachado a mi hermano? ¿tú estás loco?

—Yo no le he hecho nada, lo hace él solito… dejar de tratarle como a un crío… —También le dije entonces que era mejor no decírselo, tenía que darse cuenta él solo. Pero Andy no era solo ciego a los colores, la luz y las formas que le rodeaban, también estaba ciego a quién era él, y me asustaba la idea de abrirle los ojos de golpe.

Me quedé aguardando a su reacción junto a la puerta, y no tardó en llegar. De pie junto a su cama, sin haberse movido un milímetro de donde había quedado cuando me empujó para alejarme de él, empezó a temblar con el gesto descompuesto, como si temiera que al moverse pudiera caer a un abismo. Sus manos retorcidas e inseguras buscaron en el espacio, y su respiración empezaba a acelerarse —¿Isra? —susurró al aire, temiendo también romper el silencio —¿te has ido…? ¿Isra…? —el labio le temblaba y los ojos se le humedecieron, empezó a buscar algo por su mesa, con las manos temblorosas, y con la inquietud lo tiraba todo al suelo, se veía mas torpe e inseguro que nunca, como si de golpe hubiese recordado que era ciego. No podía dejarle más tiempo, me acerqué y le abracé. —¿Isra?

—Tranquilo, estoy aquí. —Y Andy se agarró a mi cuello con fuerza.

—No me dejes… no me dejes solo — me buscaba con las manos y yo le bese los ojos húmedos.

—Estoy aquí, tranquilo, no voy a irme…

—¿No vas a marcharte…? ¿Vamos a vivir juntos?

—Sí, si tú quieres…

—Yo si quiero…

—Lo sé. — Esta era su confesión, pero si él no podía hacerla, la haría yo por él. —Te quiero — dije, y nuestros labios volvieron a encontrarse.

(Autor: Laurent Kosta)

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27 comentarios sobre “LA CONFESIÓN

  1. Me ha encantado, la historia llega muy profunda y toca el corazón. Extraordinaria descripción, que hacía ver el piano y la escena. Tus relatos hacen que las horas de confinamiento sean más livianas y los cuando te desvelas en la noche la vigilia se haga más llevadera. Gracias y enhorabuena

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  2. Hola Laurent Kostas. Como siempre es un placer y una necesidad leerte, esta historia es tan dulce, tan inocente. Me encanto, me emociono. Te admiro profundamente y AMO TU TRABAJO. GRACIAS!!!!

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