EL AMIGO DE MI HIJA

Carola anunció que vendría con un amigo. —¿Un amigo? ¿Cómo que un amigo…?Relato Marzo
—Tranquilo, papá, no es mi novio ni nada…
—Pero ¿Dónde va a dormir…?
—Dijiste que podía traer a alguien.
—Pensé que traerías a una amiga, como siempre…
—Puede dormir conmigo… y antes de que digas nada, es gay, ¿vale? —No me dejó tiempo para replica y comenzó a discutir conmigo, o más bien con una versión de mí que existía solo en su imaginación y que discutiría este tipo de asuntos con ella. —¿En serio crees que no puedo dormir en la misma habitación con un tío sin echarme encima de él…? —Puede que resulte extraño, pero no me sentía cómodo discutiendo la vida privada de mi hija. Vale, ya no era una niña pequeña, era una adulta y vivía por su cuenta. Desde que su madre y yo nos separamos, cuando ella tenía solo dos años, nuestra relación había sido intermitente, discreta, distante, aséptica incluso.
Sin duda era culpa mía. Siempre me había dicho a mí mismo que me constaba relacionarme con una niña, aunque dudo que hubiese ido mejor de tratarse de un varón. Carecía por completo de esa capacidad que tienen algunos para ponerse al nivel de un crío. Para ser honesto, el tiempo que pasaba con mi hija cuando era pequeña siempre me resultó aburrido y recurría a contratar canguros y niñeras que la distrajeran y supieran interesarse por un juego infantil. Me encantaba, no obstante, mirarla desde la distancia, ver como descubría el mundo y se asombraba con cada pequeña insignificancia, con esa entrega absoluta que solo tienen los niños. Pero sin duda, tengo que agradecerle que haya sido siempre ella quien pusiese tanto empeño en que mantuviésemos el contacto con el paso de los años. Aun ahora a sus veintidós años seguía dedicada a cultivar nuestra relación como una jardinera meticulosa, atenta a los detalles de las celebraciones y fechas emblemáticas que a mí se me escapaban.
—Papá… pero ¿por qué están todas las luces apagadas? —fue lo primero que dijo al entrar en la casa de la playa, en la que solíamos compartir algunas semanas de vacaciones a lo largo del año. Como de costumbre, según entraba por la puerta empezaba a echarme la bronca. Aunque no faltaba nunca el abrazo y el beso. Ya no era ese abrazo efusivo y con carrerilla de cuando era pequeña, pero seguía cargado de un afecto al que me costaba corresponder. — Te lo dije, Seb, mi padre es un desastre… —El tal Seb —el amigo— era un chico menudo, con la cabeza asaltada por rizos dorados, de ojos grandes, oscuros, aunque despiertos, que me sonrió sin prisa de forma casi infantil.
—Señor Forton, es un honor… —exclamó el joven —me encantan sus libros, de verdad. “La montaña del alma…” me la he leído dos veces…
—Pues eso tiene metrito, Carola tardó casi un año en terminarlo…
—¡Son como setecientas páginas…! —protestó mi hija, que, si bien siempre ha sido fan de su padre, no lo ha sido tanto de mi literatura. —A Seb le va tu rollo, le gusta leer a Proust y esas cosas…
— Carola prefiere las novelas rosas… —bromeó su amigo.
—¿Para qué leer un libro si no hay un tío bueno del que enamorarse…?
— Vale… ese es un buen argumento… —contestó él. Siguieron riendo y tomándose el pelo un rato antes de que ella continuara con la inspección de la casa —¿No has hecho la compra…? Apuesto a que ni siquiera has comido… —No sé muy bien en qué momento mi hija se había convertido en mi madre, era un rol que claramente disfrutaba y ya estaba como siempre dando órdenes y regañándome por mi dejadez. En solo unos minutos Carola y su amigo habían invadido el espacio que justo antes permanecía tan íntimo y privado como el subconsciente, para revolucionarlo todo.
Hacía tiempo que me había hecho a la idea de que las semanas que ella pasaba conmigo era imposible avanzar en mi trabajo. No me importaba, la verdad, formaba parte de esa realidad alternativa a la que asomaba como un espectador sediento de experiencias, como si yo fuera un tetrapléjico emocional que necesitaba vivir a través de los otros. Las cuidadoras de su infancia fueron sustituidas por las amigas de la adolescencia, las fiestas de pijamas y las compañeras de carrera. Durante unos días ella me dejaba asomar a su vida cotidiana y yo disfrutaba de esa pequeña rebelión contra mi soledad. Me bastaba con contemplar su felicidad y su cháchara vulgar llena de esa vitalidad de la que yo carecía.
Pero la presencia de Seb en esta ocasión, no tardó en despertar otra clase de revoluciones a las que no conseguía permanecer indiferente.
En principio nada se advertía distinto de otros veranos. Ellos pasaban el día en la piscina, escuchando música, tomando el sol y charlando, organizando picnics a la playa o preparando cenas con velas en la terraza. El amigo de mi hija se interesaba demasiado por mis libros… o por lo que yo tuviera que decir al respecto… lo que le llevaba a volcarse en exceso a intentar darme conversación, olvidándose de Carola.
—No le importa que le pregunte ¿verdad?
—Puedes tutearle — gritó Carola desde la orilla opuesta de la piscina —¿verdad, papá? Deberías habérselo dicho tú mismo…
—Sí, claro… perdona Seb…
—Tu padre es adorable… —gritaba él de vuelta.
Así se pasaba el día entero, con su risa sin tapujos, contoneándose descarado con su bañador rosa, que parecía una segunda piel, y resaltaba el tono dorado de su piel, y esa musculatura firme y perfectamente dibujada en su pequeño cuerpo, proporcionado y joven, casi adolescente. Yo había decidido enterrarme entre las páginas de algún libro, o tecleando en un portátil, mas que nada para tener un lugar en el que refugiarme. Pero lejos de disuadirle, mis intentos de ocultarme solo despertaban la curiosidad del chico.
—¿Estás trabajando en un nuevo libro? —Llegaba completamente empapado, sus rizos enloquecidos chorreando agua sobre su rostro, con esa mirada curiosa. Asomando, sin previo aviso por detrás de mi hombro. —¿Puedo husmear? ¿o es secreto?
—No es nada, en realidad… aun no, al menos…
Por fortuna la mayor parte del día la pasaban fuera de la casa con sus excursiones a la playa o pueblos cercanos, saliendo de noche a las terrazas veraniegas, sin insistir demasiado en que los acompañara. Por lo que me dejaban unos momentos de paz antes de volver a atormentarme con su juventud desenfadada.
Sin embargo, durante la segunda semana de nuestras vacaciones compartidas, Seb parecía encontrar todo tipo de motivos para quedarse en la casa mientras Carola salía sola a hacer la compra, o a recoger unas sandalias, o a visitar a una amiga de veranos anteriores. Seb no era discreto, no era tímido, y se empeñaba en comenzar conversaciones cada vez que nos encontrábamos a solas, que yo me esforzaba inútilmente en evitar.
—¿Es aquí donde escribes tus novelas?
—No, la verdad… suelo escribir en mi apartamento, en la ciudad… lo de la casa fue cosa de Carola, en realidad. Insistía que un escritor debía tener una casa junto a la playa.
—Supongo que es un cliché… Pero es un lugar increíble. —Y comenzaba a contar todo lo que le gustaba de la casa, que era en realidad un lugar asombroso, alejado del mundo, con su pequeño trozo de playa, que no era una playa turística, más bien el tipo de playa que prefieren los pescadores, plagado de ramas y piedras, pero por lo mismo solitaria, abandonada, y con una vista impactante del mar. Y seguía agradeciendo una vez más que le hubiese invitado y repetía lo bien que lo estaban pasando… porque el chico no necesitaba que yo participara mucho de la conversación, lo hacía muy bien solo. Y al final siempre acabábamos hablando de filosofía o literatura, y comentaba pasajes de alguna de mis novelas que parecía haber captado asombrosamente bien y hacía millones de preguntas sin una pizca de arrogancia. Era un chico inteligente, sociable, alegre… joven, demasiado joven… y hermoso.
No era de esas bellezas que te deslumbran nada más verlo. Al contrario, a primera vista podía pasar por un chico anodino y vulgar. Era una belleza que tenías que desentrañar lentamente. Requería cierto esfuerzo y dedicación. Cada día descubriendo una nueva razón para desear mirarlo. Su nariz discreta, ligeramente ancha, sus cejas interrogantes y finas, la barba oscura que luchaba por no ser ignorada en una barbilla angulosa, algo femenina. Sus ojos redondos de pestañas gruesas que suplicaban que no le mintieras porque era demasiado frágil para soportar una mentira. Y su sonrisa… su sonrisa… que anunciaba su llegada instantes antes de asomar, para que estuvieras preparado para el momento cuando finamente resplandecía completando un rostro que rozaba la perfección.
Joven… insultante y dolorosamente joven…
No sé por qué esta conversación había quedado eternamente pendiente con mi hija. Siempre pensé que llegaría el momento adecuado para sacar el tema. Pero ella se había hecho mayor de golpe, sin que yo lo advirtiera, y cada vez parecía más difícil sacar el tema. Puede que no fuese la única conversación pendiente que tuviéramos. Tampoco había resultado imprescindible. Ella había conocido a los “amigos” de papá, cuando aún era demasiado pequeña para explicar nada. Hacía ya mucho que no había “amigos” de papá, así que el tema sencillamente cayó en el olvido. Y ahora, de repente, Seb. Complicándolo todo con su sonrisa sin pretensiones, enfrentándome de forma desgarradora al espejo de los años pasados. La visión del hombre en el que me había convertido, el cuerpo que cogía volumen con cada nuevo año, volviéndose pesado y espeso, los pelos grises y blancos que aparecían por todas partes como un paisaje otoñal, la vista cansada, la falta de aliento tras los esfuerzos cotidianos, los olores corporales volviéndose rancios, pequeñas motas de imperfección cuya presencia te cogía desprevenido. Y allí estaba ese chico, escupiéndome a la cara mi vejez con su juventud, que ni siquiera daba para un nombre completo, tan solo una abreviatura, un monosílabo: Seb… —Sí, Seb… este ridículo hombre maduro no puede quitarte los ojos de encima.

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Faltaban cinco días para que se marcharan, y acabara mi tortura, cuando al fin ocurrió.
Carola Había preparado la cena, así que era cosa de los hombres recoger la mesa. Ella subió a la habitación para hablar con su madre, mientras que Seb y yo devolvíamos cada cosa a su lugar. Me ofrecí a ocuparme de la vajilla a solas, el chico insistió en ayudar, y comenzamos la acción en cadena, yo enjabonando, él enjuagando y dejando a secar, los dos en silencio, y me maldije por no tener un lavavajillas. Entre el sonido lejano de la voz de mi hija, el agua corriendo y los choques intermitentes de cristal y porcelana, nuestras manos se rozaban ligeramente con cada cruce de objeto, con cada vaso, cada plato, nuestros dedos de acariciaban ligeramente, solo un instante, y ese contacto ínfimo con una parte de su cuerpo era suficiente para provocar una descarga eléctrica que me recorría de pies a cabeza intoxicándome por completo. Y entonces Seb olvidó la vajilla y sus dedos se entrelazaron con los míos, estuve a punto de retirar mi mano, pero no alcancé a reaccionar a tiempo, tal vez no quisiera hacerlo. Sigilosamente, comenzó una danza entre su mano izquierda y mi mano derecha, acariciándose, tímidamente al principio, como pidiendo permiso. Luego de forma más descarada, mientras yo permanecía paralizado, sin poder mover otra parte de mi cuerpo, con la mirada fija en nuestras manos que se besaban bajo el chorro de agua, mezclándose con burbujas de jabón. Seb cogió el bote de detergente y dejó caer sobre nuestras manos el líquido blanquecino y espeso que se desparramó entre nuestros dedos, insinuante y sensual. Y nuestras manos se agarraron ahora con más fuerza, como si no quisieran dejarse escapar, hasta que casi parecían querer traspasarse o volverse solo una. En ese momento nuestros ojos se pusieron de acuerdo para encontrarse a mitad de camino, y en un mismo instante nuestras miradas quedaron atrapadas. Sentí como temblaba todo mi cuerpo, y la respiración se me atascaba en el pecho, completamente perdido en los ojos oscuros y sedientos de Seb.
Y hui.
Bajé la mirada, retiré mi mano, la sequé con un trapo de cocina, y salí huyendo de la cocina aún sin recoger. Era un error, me dije. Esto no podía pasar. No con el amigo de mi hija, mientras ella hablaba distraídamente en la habitación de arriba. Puede que el chico se sintiera deslumbrado por el escritor al que admiraba, pero era a mis personajes, no a mí a quien buscaba. Que torpeza por mi parte dejar que ocurriera. En el segundo piso, me crucé con mi hija, le expliqué rápidamente que estaba cansado y que me retiraba ya. Y me encerré en mi dormitorio, con el cuerpo excitado, endurecido, para expiar mi vergüenza.
Una hora más tarde, con la mente más ligera, me esforzaba por quitarle importancia al asunto. Hablaría con el chico, aclararía el asunto, no había pasado nada después de todo. Le diría que era halagador que se interesara, pero no podía ser, era absurdo. Mientras, me llegaban los sonidos que delataban su presencia en la casa desde la planta de abajo. Es difícil pasar desapercibido en una casa pequeña, me llegaban ecos de su conversación, rastros de la película que vieron en la televisión, pude escuchar también cuando apagaban las luces y se dirigían al otro dormitorio cerrando puertas a su paso, intentando no despertarme. Pero yo no dormía. Dos horas después me di por vencido, encendí la luz e intenté concentrarme en una novela. Llegué a releer la misma página hasta tres veces, sin conseguir absorber información alguna. Mi mente seguí volviendo insistentemente al momento en el que nuestras manos se abrazaron, volvía a su mirada intensa atravesándome, a su cuerpo delicado saliendo de la piscina empapado… me recordé a mí mismo que este era precisamente el motivo por el que me había alejado de las relaciones, pues el amor tiende a comportarse de forma muy parecida a una enfermedad.
Entonces la puerta se abrió, y allí estaba él. Asomó tímidamente, y al comprobar que yo no le contradecía —no hubiera podido, aunque quisiera —entró y cerró la puerta tras él. Nos miramos en silencio un minuto largo, luego él se acercó despacio hasta mi cama.
—He visto la luz encendida, por la ranura… yo tampoco puedo dormir… —dijo, justo antes de sentarse a mi lado. Todo aquello que había planificado meticulosamente decirle se esfumó por completo. Su cuerpo había usurpado mi voluntad, y me dirigía hacia él casi por instinto, buscando el contacto con su piel. Primero solo una mano que acaricio los músculos de sus brazos desnudos, luego nuestros rostros se acercaron, rozándonos, solo los párpados, mi respiración contra la suya, me dejé embriagar por el olor de su cuerpo, el aroma salado, masculino, mezclado con resquicios del mar, cloro y crema solar.
Y al fin sus labios.
Como ese manantial que encuentras en mitad del desierto, esa agua que te habías negado y de la que puedes no cansarte de beber. Mi boca y su boca se juntaron, buscándose, explorándose insaciables, su aliento en el mío. Él se deshizo de su camiseta ágilmente, y mis besos buscaron nuevos espacios de su piel firme y joven, deslizándose por su cuello, sus hombros, su pecho, hasta sus pezones endurecidos. Bajo la luz tenue de la lámpara anaranjada de mi mesilla de noche, las dudas y los miedos se desvanecieron, ya no existía mi hija, ni mis canas, ni las diferencias de edad, ni el peso de la vergüenza, solo estaba ese cuerpo precioso, en su mejor momento de esplendor, ofreciéndose sin pudor.
Mi boca siguió viajando por sus abdominales, y fui yo mismo quien se deshizo ahora del resto de su pijama para buscar su preciosa polla, endurecida sin reparos, lamerla, morderla, beberla, absorberla, hambriento mientras él gemía con discreción, comprendiendo la importancia de mantener el secreto de una relación ilícita. Justo cuando la culpa amenazaba con atormentarme una vez más, él pronunció las palabras exactas —¡Fóllame! —y ya no había vuelta atrás. No había fuerza en el mundo capaz de detener ahora el anhelo de poseer ese cuerpo, pero no cualquier cuerpo, era él, era Seb… el chico que me aturdía, que me sacaba por completo de mi espacio de confort…
—Seb, no Seb no… Sebastián…—susurré a su oído ahora. No quería que tuviese nombre de niño, necesitaba un nombre de adulto.
Él sonrió —Me gusta cuando lo dices tú…
—Sebastián…—repetí, mientras me quitaba el pijama de seda. Seguí repitiendo su nombre completo mientras buscaba lubricante y condones conservados de épocas mejores, mientras le preparaba y besaba, mientras penetraba su pequeño cuerpo, yo tumbado detrás de él, encajado a la perfección a su espalda, desde donde él se giraba para buscar mi boca, permitiéndome mirarle a los ojos que ahora cerraba, en su rostro un gesto de éxtasis, de jadeos contenidos, mezcla de dolor y placer. Me sentía como un oso abrazando a una pequeña presa. No solo lo penetraba, lo envolvía con mis brazos y mis piernas, lo absorbía por dentro y por fuera devorando cada rincón. Nuestros dos cuerpos moviéndose coordinados en un mismo ritmo. Fue delicioso ver su cara mientras se corría, y su semen desparramándose sobre mi mano y mis sábanas. Y verlo hizo inevitable mi propio orgasmo, las oleadas de espasmos de placer que despertaron cada poro de mi piel arrancándome del letargo en el que me había sumido durante tantos años. Y tras la satisfacción del orgasmo, la conversación siguió en susurros, acompañados de caricias, él volvía a interrogarme y yo me dejé arrastrar por su ingenua admiración.
Los siguientes cuatro días inventamos una dinámica. Durante el día Sebastián volvía a sus actividades con Carola, volvía a ser el amigo de mi hija, encontrando formas de llenar las horas de ocio, mientras yo me quedaba en un segundo plano, convertido una vez más en espectador de sus vidas. Pero por la noche, el joven se colaba en mi dormitorio a hurtadillas para meterse entre mis sábanas y hacer el amor, ofreciéndose en silencio, sin exigencias, sin expectativas. Para pasar luego horas de conversaciones que volaban por mundos literarios y reflexiones profundas, de esas que tienes cuando las pasiones embriagan y el cansancio anestesia, jugando a creernos una historia de amor e ignorando la obviedad de una realidad imposible. Durante las horas diurnas, nada delataba nuestra aventura nocturna, aunque una nueva atmosfera se había creado en la casa que no pasaba inadvertida.
—¿Por qué andáis tan callados los dos? —Preguntó Carola una tarde —Bueno, que mi padre esté callado es normal, pero tú Seb…
—Es este sitio… creo que me está transformando, es como un retiro espiritual… —y la respuesta de Carola fue una sonora carcajada a la que se unió su amigo.
La última noche, sin embargo, dejamos de esquivar la verdad. Y la pregunta de un futuro posible llegó finalmente para embarrar la fantasía. Después del sexo, yo seguía besándolo, contemplándolo, no podía cansarme de mirarlo. —Tienes unos ojos preciosos… tus ojos me pierden y tus rizos me enredan… y tu boca… —y volvía a besarle —me faltan adjetivos para describir tu boca…
—¿Me echarás de menos?
—Seguro.
—Podría quedarme unos días más, si quieres… no tengo que irme aún…
Yo dejé escapar un suspiro, bajé la mirada, aunque seguía jugando con sus pequeños pezones. —No es buena idea…
—A Carola no le importará… deberías hablar con ella…
—Lo sé… Aunque me parece que decirle que me estoy acostando con su amigo, no es la mejor forma… —parecía decepcionado. —No es solo eso… soy demasiado mayor para ti, deberías estar con alguien de tu edad…
—Me gustan las canas… sobre todo las que te salen del ombligo…
—¿Tengo canas en el ombligo? Acabas de cargarte mi autoestima… —él dejó escapar su risa, su risa fresa y preciosa de adolescente. —Es tentador, te lo aseguro. Pero sabes tan bien como yo que acabara mal… Eres el amigo de mi hija… esto está mal… Te saco ¿Cuánto? ¿treinta años?
—¡No! Solo veinticuatro. Soy mayor que Carola…
—¡Vaya, eso lo cambia todo! —bromeé —no me había dado cuenta de lo viejo que eres… —él me dio un manotazo jugando a enfadarse por mi burla.
—Me gustas de verdad… lo demás me da igual.
—Eso piensas ahora, pero al final, sí que importará. Cuando no quiera salir de marcha con tus amigos, o acompañarte a algún concierto de rock, cuando no queramos hacer las mismas cosas, o cuando no me tome en serio tus obsesiones juveniles porque ya les he superado, o tu no sepas comprender mi achaques y miedos por la edad, cuando te canses de que yo ya haya vivido tus descubrimientos, o te canses de sentir que siempre sé algo más… Prefiero dejarte marchar ahora, cuando aún tienes una buena imagen de mí. Antes de que empieces a odiarme.
—Quizás te equivoques, puede que no lo sepas todo… tal vez solo estás siendo un cobarde.
—Los adultos lo llamamos ser prudente…
—Puede que sea justo eso lo que necesitas cambiar.
Y me miró con tanta intensidad en ese momento, que estuve a punto de rendirme, y jurarle que lo dejaría todo y lo seguiría a donde él quisiera, que sería quien él quisiera que fuese solo para poder seguir a su lado… Pero no dije nada.
Por la mañana los jovenes se preparaban para abandonar la casa. Sebastián disimulaba poco que estaba molesto conmigo y me evitaba. Carola y yo estábamos terminando de desayunar mientras su amigo terminaba de guardar sus cosas, cuando mi hija le dio un nuevo vuelco a la realidad.
—¿Sabes? Puedo volver sola, no me importa…
—Por qué… ¿por qué ibas a volver sola…? —pregunté alarmado.
—Seb podría quedarse… son solo cuatro horas, ya lo he hecho muchas veces sola…
—¿Qué te ha contado Seb…?
Y Carola me soltó una de sus miradas condescendientes —Nada que no supiera ya, papá. — el comentario me había pillado tan desprevenido, que no supe como reaccionar, lo que provocó que mi hija empezara a reír —en serio, papá, a veces eres tan adorable…
—¿Desde cuándo lo sabes?
—No lo sé… desde siempre, supongo… desde que andabas con el tío Paco, y luego con el tío Manuel…
—Eras muy pequeña…
—¡Tenía doce años! —dijo poniendo los ojos en blanco —Pero ¿sabes…? hace mucho que no me inventas nuevos tíos. No me gusta que estés tan solo… Seb es un chico genial…
—¿Ahora también vas a hacer de casamentera?
—Si no queda más remedio… — entonces se levantó, y me dio un beso en la mejilla —yo solo quiero verte feliz — sentenció antes de alejarse.
A pesar de la sorpresa de descubrir lo equivocado que estaba con respecto a mi hija, dejé que la mañana siguiera el rumbo marcado. En la entrada junto a su pequeño utilitario azul, me despedí de Carola con un largo abrazo y planes para nuestro próximo encuentro. Y me despedí de Sebastián solo con un apretón de manos, acompañado de su mirada dolida.
—Adiós señor Forton —dijo, no sin cierta carga de reproche —ha sido un placer conocerle.
—Cuídate, Seb.
Y así volvíamos a nuestros roles originales. Subieron los dos al coche, y yo me quedé de pie junto a la casa observando como se alejaban por el camino de tierra, en dirección a la carretera que alejaría definitivamente a Sebastián de mi vida.
Cuando solo quedaba la nube de tierra levantada al paso del vehículo, entré de vuelta en la casa. En cuanto cerré la puerta, me golpeó en la cara la cruel certidumbre de la soledad. Miré a mi alrededor para ver solo una casa vacía, desvencijada, y comprobar que se había convertido en un espejo de mi corazón. Sentí un miedo intenso en el pecho.
Volví sobre mis pasos con urgencia, de vuelta al camino de tierra, buscando que fuera solo un error que aún tuviese la oportunidad de reparar. La nube de tierra se había desvanecido, no quedaba rastro… y yo le había dejado marchar. “¡Qué estúpido!” me dije, y seguí repitiéndomelo mientras me dejaba caer sobre el único escalón que adornaba la entrada de la casa, hasta dejar mi cabeza enterrada entre mis rodillas y mis manos. ¿Por qué le había dejado marchar? ¿A quién tenía que impresionar? ¿a quién rendir cuentas? ¿Qué brazo moral era el que me había impedido dejarme llevar por mis emociones? No había nadie, solo estaba yo con mi conciencia, con mi imagen de mi mismo que se había convertido en un yugo que me impedía vivir como quería.
Estaba tan absorto con mi arrepentimiento, que no escuché los pasos en el camino hasta que los tuve casi encima. Entonces levanté la mirada, y allí estaba. Sebastián con su mochila al hombro, mirándome fijamente, con la duda dibujada en los ojos.
—Cuando llegamos a la esquina, me di cuenta de que ya te extrañaba demasiado. Lo siento, tuve que volver… —y por su gesto parecía prepararse para algún tipo de reproche.
Yo me levanté, y sin esperar más, me lancé a besarle, su mochila cayó al suelo, y los dos nos fundimos en un abrazo, nuestros labios y nuestras lenguas sellando un nuevo acuerdo.
—No vuelvas a hacerme caso— le dije, hablándole a su boca —no tengo ni idea de nada.
Él sonrió, y me abrazó con más fuerza, y yo también le encerré entre mis brazos de oso, para asegurarme de no volver a dejarlo escapar.

Autor: Laurent Kosta

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28 comentarios sobre “EL AMIGO DE MI HIJA

  1. Que decir Laurent , cómo todo lo que te leído tuyo es simplemente genial , siempre consigues que me envuelvan varios sentimientos a la vez , gracias 😉😘

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  2. Hermoso modo de redactar una pequeña pero atrapante historia, me has dejado enganchado desde el principio… Permiteme felicitarte y agradecerte por regalarme una mañana espléndida, mi café y yo te lo agradecemos, tuvimos una excelente compañía.

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  3. No, pues… ¡Guau! Me has dejado asombrada con la capacidad que tuviste para hacer que me metiera en la piel/pensamientos del personaje, como si estuviera oyéndome a mi misma conversar y reflexionar en la intimidad de mi mente…¡Guau!
    Hermosa historia. Te deseo todo el éxito del mundo. Tienes un gran tesoro entre tu imaginación y tus deditos. Que Dios los bendiga. Y nuevamente ¡éxito!

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