(LEE EL COMIENZO: https://laurent-kosta.com/2018/09/06/sexo-mentiras-y-secretos/ )
Esteban estaba a punto de terminar su turno. Hacía dos meses que había empezad su residencia en neurología, en el hospital de la paz. Había sido un buen día, había asistido en una derivación intracraneal y por primera vez su turno terminaba de tarde, por lo que podía quedar con sus amigos un rato e incluso dormir ocho horas. Estaba en la mesa de admisiones guardando el expediente de su último paciente, una revisión rudimentaria, cuando se cruzó con un rostro familiar en la sala contigua. Se quedó unos minutos observando sin acabar de creer que fuera él. Habían pasado dos años desde la última vez que logró dar con Cristian, o Yuri, Andoni, Eugene, o como fuese que se llamara aquel chico que no era capaz de hilar una frase sin soltar un par de mentiras. Ahí estaba, era él, sin duda, aunque parecía algo más delgado, mayor incluso, era él, sentado en la sala de espera del área de neurología, con los ojos pegados a la pantalla de su teléfono.
Había llegado a perder la cabeza como un idiota por ese hombre. Incluso estuvo a punto de perder un curso en la carrera. Cuando dejó de venir al bar en el que trabajaba (para evitar problemas con él, como ya le había adelantado) empezó a buscarlo por otros locales de ambiente. Al principio sin llegar a admitirlo, tan solo se daba una vuelta, se decía, buscando sin proponérselo esa melena de rizos indómitos tan suya. Entonces se encontraron una noche, esa en la que él se llamaba Andoni. Estaba con un grupo de amigos, y lo invitó a unirse a su mesa, y todo parecía tan real. Fue una noche perfecta, riendo con los amigos nuevos, bailando en una disco de madrugada, más tarde en su piso, follando como locos. Se quedó dormido en su cama, pero por la mañana se había esfumado una vez más. Entonces comenzó a obsesionarse. Sí lo había encontrado una vez, estaba seguro de poder volver a dar con él. Necesitaba encontrarlo, porque aquella noche que habían pasado juntos… jamás había sido tan sincero y abierto con nadie, jamás había sentido una conexión tan perfecta con otra persona. Estaba convencido de que era el amor de su vida, que no podía haber otro, y que era imprescindible que él lo supiera. Se pasó meses sin una pista. A quien sí encontró fue al abogado rubio, a David Mendoza, se sintió un completo imbécil al descubrir que el abogado era solo otro de sus amantes obsesionado con encontrar al esquivo joven de ojos verdes. Otro que pensaba que el tal Yuri o como se llamara, era el hombre perfecto, lo que no tenía sentido porque Esteban no podía tener menos en común con ese abogado estirado.
De pronto cayó en la cuenta, al fin podría desentramar su identidad, dudaba mucho que pudiera mentir en su expediente médico con la facilidad con la que engañaba a sus amantes.
—Bea, ¿El chico ese…? —preguntó señalando al joven que en ese momento estaba de espalas a ellos. —¿A qué viene?
Ella buscó entre las carpetas, —una revisión.
—¿Puedo ocuparme?
—¿Tú no te vas ya?
—Me quedan un par de minutos. —La enfermera lo miró con desconfianza, —es que lo conozco… fuimos juntos al colegio. Vamos, no sé si se acordará de mí, pero… —ya estaba dando demasiadas explicaciones.
—Todo tuyo —La mujer le pasó la carpeta con su expediente y siguió con sus anotaciones sin darle mayor importancia.
Esteban abrió la carpeta marrón con una punzada de inquietud: Juan Fernández Soto. Ahí estaba, un nombre al fin, uno común, sin pretensiones, uno de andar por casa, sin tintes novelescos. Siguió leyendo el expediente, buscando las causas de su revisión médica. Esclerosis múltiple remitente recurrente. Eso no se lo había esperado. De golpe todo el odio del que no había sido capaz de librarse desde la última vez que se vieron, se disipó. O, al menos, hizo un amago decisivo por esfumarse. No se puede odiar a alguien con una enfermedad degenerativa que, como poco, lo destinaba a acabar postrado en una silla de ruedas.
Se acercó hasta el chico que seguía distraído con su teléfono.
—Juan —anunció, con un tono entre la pregunta y el reproche. Los ojos de Juan se giraron en su dirección, y durante una fracción de segundo un gesto horrorizado de sorpresa se apoderó de sus ojos verdes. Solo un instante fugaz que supo controlar con habilidad. Luego hizo un esfuerzo por desplegar su sonrisa de insinuante perversión, pero le flaquearon las fuerzas y la sonrisa tampoco tardó en desvanecerse y mudar a un gesto cansado.
—¿Qué haces tú aquí?
—Eres mi paciente —respondió mostrándole la carpeta que llevaba en la mano.
—¿Es una broma? —y al replicar recorrió la sala con la mirada, como si buscara una cámara oculta, o quien debiera ser en realidad su médico.
—No suelo inventarme las cosas, pero puedes ir a comprobarlo si quieres.
Juan no dijo más. Se levantó con aire resignado, y cierta dificultad, y le siguió. Llevaba un bastón en la mano, que no usó, aunque intuyó que más por un alarde de ego que por falta de necesidad. Sin decir nada, Esteban ralentizó el paso ligeramente para adaptarse a su ritmo.
Llegaron a la consulta, y tras cerrarse la puerta, quedaron a solas. Tenía un millón de preguntas rondándole la cabeza que se moría por hacerle, pero no era el momento, ni el lugar, y por el semblante serio de Juan, (Juan, al fin un nombre real) intuía que tampoco serían bienvenidas.
—¿Esto no va en contra de ningún código ético o alguna norma?
—No es una investigación criminal, solo un chequeo.
Esteban no era su médico. Su labor se limitaba a revisiones rutinarias, seguir los protocolos, eran los médicos internos los que tomaban las decisiones acerca de los tratamientos. Aunque había terminado la carrera, aún le quedaban unos años de prácticas y noches en vela antes de ser definitivamente doctor.
Juan se sentó en la silla negra de pruebas, Esteban comenzó con el procedimiento habitual, el peso, extracción de sangre, las preguntas de rigor.
—¿Has tenido dolor?
—Siempre.
—¿Puedes concretar? —sin respuesta —¿Qué parte del cuerpo te duele?
—Lo de siempre… ¿El doctor Cuevas vendrá después? Prefiero discutirlo con él, si no te importa.
—Tengo que hacer el informe.
—Las piernas, ¿vale? Me duelen las piernas.
—Más o menos, ¿hasta que altura? —Juan contestó con un resoplo de hartazgo. Se sintió un capullo por incomodarlo, tal vez no había sido una buena idea. —¿por debajo de la rodilla…?
—¡La pierna! ¿vale? ¡toda la puta pierna, como siempre ¿podemos dejarlo?
—Como quieras. Puedes quitarte la ropa ahí detrás —dijo señalando al biombo de tela que permitía a los pacientes conservar algo de su dignidad.
—Te lo estás pasando en grande con esto ¿verdad?
—Solo los pantalones y la camisa. Si quieres puedo darte una bata.
Juan se levantó de la silla, y empezó a desnudarse delante de Esteban, clavándole una mirada desafiante. Dejó caer su ropa desordenada sobre la silla negra, y vestido solo con su ropa interior, se tumbó en la camilla. Verlo semi desnudo ahí tumbado lo llevó sin remedio al recuerdo de ese mismo cuerpo en una habitación sofocante dos años atrás.
Esteban se acercó, se puso los guates de rigor, aunque no eran necesarios, tal vez solo por cortesía hacia él. Empezó por auscultarle con el estetoscopio que llevaba colgado al cuello, revisó la movilidad de los ojos, y comenzó luego con las diferentes pruebas de movilidad y sensibilidad táctil, para la que a veces se usaba un pequeño punzón metálico. —Dime si lo sientes —anunció, aunque imaginaba que conocía de sobra el procedimiento. Fue moviendo el palito de metal por sus piernas, empezó con la planta de los pies, nada, los dedos, nada. Probó por el empeine, casi había llegado al gemelo cuando al fin Juan notó el punzón. Lo mismo ocurrió con la otra pierna, aunque en partes del talón aún tenía algo de sensibilidad. Otro tanto pasaba con las manos, apenas en los dedos, algo en el antebrazo, pero nada en las palmas. Tenía una pérdida de sensibilidad importante. Sentidos entumecidos y dolor. —¿Cómo es el dolor? —quiso saber, ya no como médico.
—Por dentro, sube por las rodillas como si me quemaran los pies.
—La medicación…
—Va bien —se adelantó él, sin concretar.
Entonces se lo quedó mirando, ya no como paciente, ni en el borroso recuerdo de la última noche, sino como al chico que tantas veces había visto bailar, reír, y flirtear en el bar en el que trabajaba de estudiante, del que se había enamorado en una noche memorable, que parecía tan vital, tan lleno de energía, alguien que quería comerse el mundo a bocados, y pensó que no era justo, que aún era demasiado joven para esto.
—Lo siento.
Juan no respondió. Se miraron a los ojos desde posiciones distintas, quebrando quizás un instante la separación que les confería los roles respectivos.
—Buenas… —la puerta se abrió de golpe. El doctor Cuevas se presentó como una borrasca llevándose por delante el momento de intimidad. Tomó las pruebas que acababa de hacerle, y mientras las comprobaba, comenzó a soltar preguntas al paciente, sin mirarlo. Preguntó por los dolores una vez más, si había tenido algún brote, las respuestas afirmativas de Juan no parecían sorprenderlo y solo levantó la mirada para hacerle la última pregunta —¿Y ya hemos resuelto lo del compañero de piso? —Juan se mostró esquivo, echó una mirada de reojo a Esteban —No puedes seguir viviendo solo, Juan, ya lo hemos hablado. Deberías hablar con tu padre.
—Estoy bien, en serio.
—Las cosas solo van a ir a peor desde aquí, puedes tener días buenos, pero vendrán días malos y deberías tener a alguien de confianza cerca. Puedo apuntarte en la lista para el programa de asistencia…
—No hace falta. Estoy bien. Tengo una vecina muy maja, le he dejado mi llave, y se pasa de vez en cuando… está controlado. —El doctor Cuevas, un hombre bajo de piel curtida, de nariz y dedos robustos, lo observo con desconfianza y Juan continuó asegurando con una sonrisa que todo estaba perfectamente —Prácticamente es como si viviera en mi casa, solo tengo que gritar desde mi habitación, y se escucha todo perfectamente, créame, la falta de insonorización de esos pisos ha traído más de un problema…
—¿Has venido solo?
—No, no, mi colega me espera abajo. No le gustan los hospitales.
Y la consulta se dio por terminada, hasta el próximo mes.
Cuando Esteban salía rumbo a su casa en su Renault de segunda mano, se cruzó con Juan en la distancia, caminando solo con su bastón en dirección a la parada del bus, y recordó lo convincente que sonaba cuando mentía.
La última vez que se vieron fue él quien le escribió. Entonces lo llamaba Andoni, aunque David Mendoza, el abogado que lo perseguía también, y con el que había acabado creando algún tipo de extraño lazo absurdo, lo llamaba Cristian, que era el nombre que usaba en un blog de relatos románticos bastante malos, que Esteban se había leído ya al menos tres veces en busca de alguna pista sobre su verdadera identidad. Lo cierto es que aquella noche que recordaba como perfecta, la habían pasado hablando de sus estudios de medicina, de su familia, Cristian, o sea, Juan, le preguntaba con interés por todo lo que a Esteban el interesaba, y pudo imaginarlo preguntando con el mismo entusiasmo por las leyes y los casos de David Mendoza. Tenía la habilidad de hacerte sentir el centro del mundo, sin revelar nada personal, porque, lo cierto, es que no sabía nada del chico de ojos verdes, absolutamente nada. Al menos que fuera cierto.
Fue un cinco de agosto, el cumpleaños de Andoni, o Juan, (Aunque acababa de comprobar en su ficha que eso también era mentira, y que Juan era mayor de lo que aparentaba). Llevaba meses obsesionado buscándolo por todos los garitos de la ciudad, convencido como un idiota de que era el amor de su vida. Aquella mañana lo sorprendió encontrar un mensaje suyo en su Instagram, invitándolo a una pool party, así la llamó, para festejar su cumpleaños. Le contestó que por supuesto que iría, y chatearon un rato. Y se pasó los siguientes tres días subido en una nube con la expectativa de volver a encontrarse con él, por que se hubiera molestado en buscarlo en las redes… se imaginó cientos de conversaciones posibles, y en su fantasía, todas las variantes del reencuentro acababan siempre de la misma forma, con ellos dos besándose, amándose y declarándole su amor.
El sábado por la tarde se acercó a la dirección que le había dado, era un chalet a las afueras de Madrid. Al otro lado de la puerta metálica, una treintena de hombres algunos en bañador, la mayoría desnudos, música disco, gente bailando alrededor de una piscina con forma ovalada, otros nadando, mucho alcohol y más de uno enrollándose en las hamacas. Nunca había ido a una fiesta de esas. No porque estuviera en contra, simplemente porque ser estudiante de medicina y tener que trabajar lo había dejado sin vida social. Lo cierto es que tampoco se le daba muy bien socializar, y tenía tendencia a evitar las aglomeraciones. No le costó dar con él, estaba sobre una mesa con un suspensorio que dejaba su culo expuesto y un sombrero blanco de cowboy, contoneándose con un pequeño corrillo de tíos a su alrededor. Era muy sexy, tenía esos cuerpo perfectamente armoniosos, ligeramente musculado, pero sin exagerar, totalmente lampiño excepto por la mata de rizos alocados que asomaban bajo el sombrero. Se acercó con timidez, aunque nadie parecía preguntarse quien era. En cuanto lo vio, Juan lo saludo desde la mesa, sonriendo, moviendo los brazos efusivamente y llamándolo a gritos por encima del ruido de la música.
—¡Esteban! ¡Esteban!
Luego saltó de la mesa, se acercó hasta él dando saltitos y le planto un beso con lengua, lento y húmedo. Le pareció que aquella bienvenida era una señal inequívoca de que el tenía el mismo ansia por verlo.
—Has venido!
—Te dije que vendría.
—¿Qué haces con tanta ropa? Ven, te presentaré a todos.
Hablaba interrumpiéndose a si mismo, sin esperar respuestas. Le tomó de la mano y lo arrastró entre los cuerpos semi desnudos mientras él seguía con vaqueros y camiseta asándose de calor. Ya había visto esta versión de él en el bar, la loca desenfrenada, no era su favorita, le gustaba más cuando se ponía serio y se podía mantener una conversación interesante con él.
Aquel día era Eugene. Y Eugene, la loca fiestera, le presentó a Tomás, el anfitrión, un tipo rubio y alto muy borracho al que se le derramaban las palabras entre los labios, y que también besó a Eugene. Fue solo el comienzo de las muchas formas en las que se sintió un pringado esa noche. Para empezar, era el único que llevaban un bañador clásico, tipo short. Debería haber pensado en eso, se recriminó a si mismo, pero no tenía uno de esos bañadores italianos ceñidos, siempre la había dado vergüenza ponerse uno, y su bañador negro con piñas, se convirtió en la broma de la velada. También era el único que no se enteraba de lo que estaba pasando en aquella fiesta. Se tomó una cerveza, y luego otra, y quiso emborracharse un poco para integrarse. Se pasó las siguientes dos horas siguiendo a Eugene, moviendo las caderas, bailando, para disimular que no conocía a nadie más. Pero entonces aún tenía esperanzas. Creía que él era algo especial para el chico de los rizos cobrizos que no dejaba de repetir a todos que esperaba su regalo de cumpleaños.
A media noche Eugene y un grupo de sus amigos se dirigieron hacia la casa, para darle su regalo —Esteban me ha traído un regalo empaquetado —se buró Eugene, lo agarró del brazo y le susurró al oído —ahora espero mi regalo de verdad—. Esteban se limitó a sonreír como un idiota. Sí, aquel día fue un imbécil de campeonato. Entraron en una habitación, Eugene, Tomás, el dueño de la casa, y otros siete tipos de los que no recordaba el nombre. Eugene se tumbó en la cama, boca arriba, y se agarró las rodillas con las manos, doblándolas sobre su pecho. Se chupó los dedos y empezó a metérselos por el ano, estimulándose él solo. —Tomás primero, que es su casa— anunció con una sonrisa casual. Tomás se quitó el bañador, lo dejó caer al suelo, a los pies de la cama, empezó a masturbarse, untándose de lubricante su polla larga que empezaba estar muy dura. Y entonces se inclinó sobre Eugene y empezó a follárselo, mientras Eugene comenzaba a gemir ligeramente. El resto de los invitados, no tardaron en quedar desnudos, y mientras miraban a Tomás entrando y saliendo rítmicamente de Eugene, se masturbaban. Las embestidas de Tomás aceleraron, se podía escuchar el chasquido repetitivo de las pieles chocando. Tomás se corrió, dentro, sin condón. Esteban los miraba sin dar crédito, cuando el siguiente se dirigió a la cama y empezó a follarse a Eugene, que seguía jadeando, esta vez, con las piernas casi estiradas sobre los hombros de un tipo grande de piel oscura con una polla enorme que metía hasta el fondo y volvía a sacar una y otra vez… —Oh, sí… dámelo todo… —gemía Eugene. Para el siguiente se puso a cuatro patas, y otros tres tipos entraron en la habitación, charlando de sus cosas, con su copa en la mano, distraídamente aguardando su turno. Con la cabeza dándole vueltas y algo ebrio, Esteban solo acertaba a mirar con los ojos como platos, la espalda pegada a la pared, aun con su ridículo bañador de piñas puesto, aunque inevitablemente empalmado, mientras su deformación de estudiante de medicina no dejaba de repasar la lista de enfermedades venéreas e infecciones a las que se estaba arriesgando. Tras el quinto hizo una pausa, dio una vuelta por la habitación, estaba muy borracho, apenas se tenía en pie, sobre su piel enrojecida se acumulaban los restos de semen reseco. Bebió un poco de agua, y dio algunos tragos a la copa de alguien, se tomó un par de pastillas y esnifó Popper. Se acercó entonces a Esteban, se acercó y perdió el equilibrio, apoyándose en él —¿Luego vas tú…? —preguntó mientras se acercaba a su boca para besarlo. Esteban se apartó. No fue por él, era solo que no dejaba de pensar en bacterias y virus y enfermedades y tratamientos invasivos. Pero Eugene recupero la compostura, y durante unos segundos lo observó con recelo, clavándole sus preciosos ojos verdes con un desdén algo herido, y a Esteban se le aceleró el pulso. Entonces, le dio la espalda para volver junto a sus amigos dando tumbos y continuar con su fiesta.
Esteban ya no se quedó más tiempo…

Pensaba en eso mientras lo observaba caminando lentamente con su bastón por la calle. Se preguntó si la razón por la que se comportaba de esa forma irresponsable, casi suicida, era por su enfermedad. Había mentido acerca de que le esperaba un amigo a la entrada, ¿Habría mentido también sobre esa vecina tan maja? Se preguntó dónde estaban ahora todos esos amigos tan dispuestos a irse de fiesta con él, ¿no había uno solo de ellos que pudiese acompañarlo al hospital? ¿o era él quien los apartaba con sus mentiras? Era mejor mantenerse lejos, pensó. Ese hombre era como un veneno.
Y, sin embargo, eso no fue lo que ocurrió…
(Muy pronto continúa…)
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no nos dejen en semejante espera para el capítulo 3 pliss
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Hoy o mañana subo el resto del relato… se ha alargado un poco.
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uffff, que capítulo más duro. No estoy llorando, solo es agua 😢
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